Publicado el 31 de octubre del 2025

¿Cuántos artículos producimos o cuántas realidades ayudamos a cambiar?

Cada cierto tiempo aparecen noticias que sacuden al ecosistema científico: académicos/as con decenas o cientos de publicaciones al año, remuneraciones astronómicas ligadas a incentivos por “productividad”, y un sistema que parece premiar la velocidad antes que la profundidad. Pero esto no es un accidente aislado; es el reflejo de un círculo vicioso que hemos construido, y del que, en parte, todos somos rehenes.

El problema no es la publicación científica en sí. Publicar sigue siendo fundamental para compartir conocimiento, dialogar y avanzar. El problema es cuando el medio se transforma en el fin; cuando el “publicar o perecer” (publish or perish) se convierte en la brújula que guía nuestras decisiones, en lugar del deseo genuino de comprender y transformar la realidad.

Hemos llegado al punto en que una línea en un currículum puede valer más que el impacto real en una comunidad; donde la originalidad se subordina al formato, y donde la creatividad y el tiempo de reflexión —ese que da origen a la buena ciencia— son reemplazados por métricas, rankings e índices de impacto.

Y mientras tanto, fuera de los muros académicos, los problemas reales siguen esperando soluciones: crisis ambientales, inequidades sociales, brechas digitales, sistemas de salud sobrecargados. Allí, la investigación aplicada, interdisciplinaria y dialogante con la sociedad podría generar un impacto tangible. Pero ese tipo de ciencia —la que se implementa, la que se vive— pocas veces es reconocida en los sistemas de evaluación tradicionales.

Así se perpetúa el círculo vicioso: más publicaciones, más fondos, más presión y menos tiempo para pensar, enseñar o vincular la ciencia con su propósito original. El resultado es un ecosistema que confunde cantidad con mérito, y que a veces termina premiando la forma por sobre el fondo.

Quizás ha llegado el momento de redefinir el éxito científico: no por cuántos PDFs llevamos a WoS o Scopus, sino por cuántas vidas, territorios o políticas públicas hemos contribuido a mejorar. Por cuántas preguntas logramos abrir, no solo por las respuestas que apuramos a cerrar. Y por cuántas personas logramos inspirar a pensar críticamente y con propósito.

La verdadera ciencia no busca aplausos ni rankings; busca sentido. Y ese sentido no siempre cabe en un DOI.